Novela de Fidel Mendoza Paredes
(Fragmentos)
XIV
Las mujeres de
Monteverde no se reponían emocionalmente de la desgracia que había ocurrido a
sus rebaños. En la memoria social se configuraban toda clase de imaginaciones,
lo sucedido sería un anticipo de lo que vendría más adelante. Quizá el anuncio de
un despellejamiento masivo a mujeres y niños, que habían osado desafiar a los kharisiris.
Los niños que tenían a
su cargo el pastoreo de las ovejas, se encontraban desocupados, no tenían nada
que pastear. Del despellejamiento no se había salvado ni una oveja.
Los niños en grupos
vagaban por Monteverde, cazando libélulas, mariposas y otros insectos. Algunos
niños, para demostrar su valentía, desprendían las alas de las libélulas, las masticaban y tragaban. Valentía que se
iba contagiando a los demás niños.
Otros niños llegaron a
superar la audacia de tragar insectos, buscaban reptiles. Un grupo de ellos llegó a capturar varias
lagartijas a las que procedieron a
despellejarlas igual que a las ovejas. En seguida, se las tragaban masticando
los cuerpos sanguinolentos de las lagartijas.
Se los tragaban sin ningún estupor. Los pellejos de atrevidos colores de
los reptiles, se los ponían en la
frente, para aterrorizar a los más
pequeños haciendo grotescas muecas, sobre todo para causar espanto en las
niñas.
A las madres de los
niños, como a otras mujeres, no les llamó la atención que sus hijos se ocuparan
en menesteres tan descomunales. Sólo los niños lactantes permanecían con sus
madres. Los niños estaban abandonados a su suerte muy a pesar de los acuerdos para
cuidarlos, por estar más expuestos a ser víctimas fáciles de los kharisiris.
Los niños entraban a
las casas cuando tenían hambre, buscaban algo de comer. Comían papas crudas y
otros tubérculos que las familias separaron para la época del sembrío. Algunas
casas estaban abandonadas, permanecían con las puertas abiertas, sus habitantes habían huido con destinos desconocidos. Las
mujeres prefirieron agruparse en viviendas elegidas por ellas mismas, con el
acuerdo de protegerse mutuamente de las siniestras acciones de los kharisiris.
Los niños trataban de
evitar a las mujeres. Ellas les hablaban de los terroríficos monstruos a
quienes llamaban kharisiris, que se
dedicaban a extraer sebos de los niños, porque sus grasas eran apreciadas y
costaban más que la grasa de los adultos. Algunos niños no dejaban de llorar
ante tamaña información de ser los preferidos de los diabólicos extirpadores de
sebo.
Los niños, en otros
tiempos, fueron testigos de envalentonadas proclamas de sus padres, que solían
gritar a pulmón lleno en sus atroces borracheras: "Somos hombres bien
machos”, sus madres trataban de calmarlos. Ahora que los adultos del sexo
masculino se marcharon sin decir adiós, la historia era a la inversa. Sus madres exclamaban
diciendo: "Los hombres maricas se fueron sin calzones”. "Kharisiris
malditos, morirán si entran de nuevo a Monteverde”. Vociferaban toda clase de
peroratas calibradas y sazonadas con el aguardiente que bebían.
La desesperación se
apoderó después del espeluznante despellejamiento de las ovejas. Algunas mujeres que lideraban
se tornaron devotas de Baco. Consumían licor más que sus maridos, cuando éstos
vivían en Monteverde. A excepción de Inés, quien tuvo que mantenerse incólume
frente a las tentaciones, siempre conservando el estatus que tenía sobre las
demás mujeres.
Inés trató de poner
orden en las mujeres. Decidió reunirlas convocando a todas.
—¿Qué es lo que está
pasando? yo no entiendo, parece que ustedes empiezan a orinarse de miedo igual
que los hombres. Ellos se fueron de puro
maricas de Monteverde, algunos eran
parte de los kharisiris. A partir de ahora queda terminantemente prohibido tomar
alcohol en Monteverde, las mujeres que lo hagan serán baldeadas con agua
fría. Si siguen tomando alcohol, se les cortará el cabello, bajándoseles con una tijera las
trenzas. Si aún persisten se les expulsará al igual que a los hombres.
Ninguna mujer increpó,
a excepción de la vieja Fortunata.
—Tú y las otras mujeres
son todavía guaguas, no saben nada de la vida. ¿Cómo podemos calmar a nuestros
corazones? Son caballos que corren y
quieren saltar de nuestros pechos. Las viejas ya no tenemos remedio, tenemos
que dar agua a nuestros animales, sino nos morimos.
—A ustedes se les puede
entender, pero no hagan tomar a las más jóvenes, ellas tienen que cumplir sus
deberes.
—Inés, yo te apoyo —habló Eulalia, con los
mechones fuera de sus trenzas.
Todas asintieron con la
cabeza en señal de aceptación.
—Gracias, ahora que se
viene la fiesta, la calma tiene que volver a Monteverde. Iremos en grupos a
rezar y entregar ofrendas al milagroso Niño San Salvador. Cada una de nosotras
pedirá al Niñito, para que se vayan los kharisiris
y dejen de asediarnos. Nadie va a hablar con desconocidos, menos vamos a entrar
a la casa de los alferados, ahí pueden estar los kharisiris. ¡Ah!, me olvidaba, los niños que están caminando,
llorando igual que fantasmas, tienen madres, y ustedes son las que los han
parido, tienen que cuidarlos.
Inés fue enfática. Hizo
prevalecer su estatus de lideresa. Fue necesaria la crudeza de sus palabras
para poner orden en la comunidad, a su vez fortaleció la debilitada moral de
las mujeres. Las rondas volvieron a patrullar. Las mujeres jóvenes dejaron de
beber.
Sin embargo, a la vez
que volvía la disciplina, el hambre crecía.
Las provisiones de
alimentos empezaban a escasear en Monteverde. Sus habitantes de sexo femenino,
en vez de comprar víveres para la alimentación,
preferían adquirir ajos, ají y sal; tríada de elementos para avivar las
fogatas que se encendían las veinticuatro
horas, ellas creían estar amenazadas incluso a plena luz del día. Los
dientes de ajos eran destinados para reemplazar los collares, que empezaban a
caerse por lo resecos que colgaban del cuello de las mujeres.
Las ollas comunes que
preparaban, empezaban a hervir pobremente con sal y pocas papas que flotaban en
medio del vapor. El desayuno había desaparecido, corriendo la misma suerte la
cena, sólo al mediodía los platos eran llenados con un cucharón de sopa escasa
en sustancias.
Los niños fueron los
que más padecieron el hambre. Desde el amanecer, los niños perseguían insectos y
lagartijas para devorárselos. Hubo riñas
en que se disputaban el privilegio de haberlos visto primero, reclamaban el
derecho que les correspondía. Resolvían las disputas primero a puños,
posteriormente se repartían en porciones iguales el improvisado "manjar”
que en algo mitigaba el hambre.
Sólo una densa humareda
se levantaba las veinticuatro horas sobre Monteverde. Los vecinos de otros
poblados curiosos observaban por las mañanas y tardes. Muchos creyeron que los habitantes de Monteverde se habían convertido en cazadores de sapos y lagartos. Decían que
todos los días se dedicaban a asar reptiles,
no sabían con qué fin. Otros
especulaban que se estaban comunicando a través del humo, con otros planetas
para salvarse del Juicio Final. También hubieron quienes decían: "los monteverdinos
están adelantando la fiesta del Niño San Salvador”.
No faltaron los que
exageraron diciendo que los monteverdinos
habían hecho un pacto con el Diablo para que les dé mucha plata. Los más
impúdicos decían que: "Las mujeres de Monteverde, vuelan desnudas por las
noches, montadas en escobas. Para volar toman sangre de sapo mezclado con
alcohol, se meten una vela encendida en
el trasero, en seguida se van volando donde el diablo y se regalan. En
recompensa de las relaciones sexuales, el diablo les da oro. Se regresan en la
madrugada con muchos sacos de carbón ligados con sogas al lomo de varias
alpacas, que a la llegada del sol se convierten el carbón en oro, las sogas en
culebras y las alpacas en lagartos”.
El humo cubría por
todas partes. Se hacía difícil respirar
el aire espeso en Monteverde; sin embargo, para los pulmones de sus habitantes
parecían esenciales. El denso humo llegaba a varios kilómetros de Monteverde.
Una epidemia de estornudos recorría otros poblados vecinos.
Las mujeres y niños de
Monteverde no sentían ningún malestar. Parecían inmunizados contra el humo. A
más humareda creían estar más protegidos de las amenazas de los kharisiris. Un hollín negro se formaba
alrededor de sus fosas nasales, este hecho significaba buen presagio para estar
a salvo de los carniceros humanos, que estaban tras sus costosas grasas
corporales.
El humo se mezclaba en
el cielo con las nubes, formando una gruesa capa gaseosa que no dejaba pasar
los rayos solares. Se observaban monstruosas figuras en los nubarrones,
parecían estar engulléndose entre ellos, este panorama adquiría características
espantosas. Esperaron la lluvia, ni una gota de agua se desprendía de las
nubes.
Monteverde se fue
oscureciendo a partir del mediodía,
mostrando un paisaje tenebroso. Sobre el cielo de los poblados vecinos no
existían las mismas nubes aterradoras. Las nubes mostraban extrañas anatomías
de animales espectrales.
Un trueno anunció el
inicio de la tormenta. Era una extraña tormenta. Unas cosas verdes se
desprendieron de las nubes, caían como copos de nieve, con la diferencia que
tenían coloración verdusca.
Caían suavemente uno
tras otro. Se movían en el suelo igual que culebras. No eran culebras. Eran
gusanos del porte del dedo índice. Una de las mujeres cogió a uno de los bichos
para examinarlo con los ojos, la alimaña era agresiva, le mordió tan
fuerte en la palma de la mano que le
arrancó un pedazo de piel.
Los primeros gusanos se tostaron en brasas
candentes de las fogatas. Caían con más intensidad, emitían en su caída un chirrido que hacía vibrar los tímpanos. Seguían
cayendo abundantemente. Los gusanos apagaron todas las fogatas, cubriendo
después todo el suelo.
Sonaron las caracolas.
Mujeres y niños corrieron para reunirse.
—¡Los kharisiris están haciendo llover
gusanos! —gritaban.
—¡Ya no son suficientes nuestros collares, ahora coman ajo!
—ordenó Inés.
Manojos de ajo fueron
masticados, cumpliendo la orden.
La vieja Fortunata
avivó brasas en un incensario, como las veces que hacía para implorar el cese
de las tormentas. Salió al medio del patio, arrodillándose pidió clemencia al
cielo. Los gusanos cubrieron su cuerpo, soltó el incensario y los voraces
bichos le despellejaron en contados segundos. Murió ante la estupefacta mirada
de las mujeres.
Siguió lloviendo
copiosamente. Los patios de las viviendas y toda la campiña fueron cubriéndose
de alfombras movedizas.
—¡Sálvese el que pueda,
corran, cúbranse con lo que sea, salgan fuera de Monteverde, nuestra
tierra está maldita, los kharisiris nos harán chupar la sangre con sus gusanos.
¡Dios nos reunirá en el cielo, allí nos encontraremos!, fueron las últimas
palabras de Inés.
Mujeres y niños
corrieron despavoridos por todas partes. No cesaba la lluvia de gusanos. Las
alimañas perseguían en oleadas a los pobladores.
Voraces devoraban los
pastizales, también se devoraban entre
ellos mismos. No existía un centímetro de tierra que no esté cubierto de
gusanos.
Las alimañas ocuparon
Monteverde. Se metieron a las viviendas, cubrieron todos los rincones.
Hambrientos desasieron centímetro a
centímetro la piel de mujeres y niños. Ahogaron sus gritos y lamentos.
Los gusanos borraron
del mapa a Monteverde.
(...)
Los cruentos sucesos de
San Salvador se propalaron con la
velocidad del rayo. Los noticieros de la prensa nacional informaron sobre la
incursión de los subversivos y el ajusticiamiento de las autoridades.
San Salvador estaba casi vacío. Los vecinos emprendieron
un éxodo masivo con rumbos desconocidos, muchos de ellos habían desempeñado la
función pública, en todos los cargos
para representar al Estado. Creyeron ser
las próximas víctimas.
San Salvador, en el imaginario de la novela |
El comandante Vinatea,
ordenó a través de un radiograma al teniente Starky, instalar la base militar
en San Salvador, en respuesta a la feroz incursión de los subversivos. La orden
comprendía hacer rastrillajes casa por
casa en el pueblo.
Starky movilizó
rápidamente su tropa por tierra. Cuando llegó al pueblo, ya estaba informado de
todo lo sucedido. Tenía los nombres de los jóvenes que fueron obligados a
pintar lemas reivindicando la ocupación
subversiva.
Apresuradamente se
dirigió al templo para tomar decisiones. No se inmutó con los cadáveres
tendidos sobre la fría loza. Parecía estar familiarizado con la muerte.
Subió a un púlpito de la época colonial, que estaba por desplomarse. Desde allí
conminó a los pocos vecinos que se encontraban en el velorio.
—Soy el teniente Starky, estoy vacunado contra todo, el que no
quiera colaborar con el ejército es un terruco y puede ir escribiendo su
testamento para irse a la tumba, porque
yo lo voy a enfriar al toque. Yo sé
todo, sé todas sus bribonadas. Sé las barrabasadas del canalla sanitario que
cura y regala medicinas a los terrucos, no crean que soy un mentecato.
Starky, después de su
breve discurso conminatorio, ordenó el
inmediato traslado de los cadáveres a la Ciudad de las Nieves. Fueron los
soldados quienes pusieron en marcha el camión del municipio, llevando los
cuerpos de las víctimas.
El sanitario Salinas y
la enfermera, alertados por un niño de
las amenazas del militar, huyeron desesperadamente hacia los inmensos pajonales
y accidentados cerros. Starky instaló la base militar en los ambientes de la posta
de salud.
Al mediodía movilizó
sus soldados por todo el pueblo, los facultó por grupos para el rastrillaje.
Registró casa por casa, todo libro fue
considerado subversivo, decomisaron incluso textos escolares y bíblicos.
Rebuscaron de canto a canto las viviendas, removieron con palas y picos los
pisos, sospechando que había pertrechos militares enterrados.
Starky, al llegar la
noche, animado por el licor, decidió quedarse junto a un grupo de soldados en la plaza de San
Salvador. Starky a grandes sorbos tragaba el licor por el pico de una
botella. No decía "salud” a nadie. Él libaba solo, así era su
costumbre. Los tragos de su gusto no eran buenos licores, sino los más baratos:
un "Salta pa’ atrás”, "Jarabe
del Diablo” o algo así. El licor lo hacía embriagar rápidamente. Sus
camaradas de armas solían decirle: "Económico”,
incluso "Cabeza de gallina”,
porque no necesitaba mucho licor para embriagarse y los tragos hacían estragos
en él en contados minutos.
—Estos tragos son sólo
para machos —se ufanaba Starky.
En la penumbra de la
medianoche, una sombra ingresó a la plaza de San Salvador.
—¡Alto ahí, no se
mueva! —dijo un soldado.
La sombra siguió
avanzando sin obedecer la orden.
—¡Alto, si no abriré
fuego!
Starky, alarmado por
los gritos del soldado, desenfundando su pistola corrió apresuradamente hacia
la sombra.
—¡Fuego, todos a él!
—disparó varios tiros hacia la sombra.
Los soldados también dispararon
vaciando las cacerinas de sus fusiles. Las balas estruendosamente rompieron el
silencio de la noche.
La sombra seguía
acercándose cada vez más. Los soldados alumbraron con potentes linternas hacia
la silueta. Con la luz de las linternas se hizo ver un hombre luciendo
impecablemente un terno negro, todo su traje
era oscuro. Llevaba en las manos un ramo de flores. Caminaba erguido.
Fue posible ver que sangraba por los poros de su rostro.
Las balas no pudieron
abatir al extraño ser. Pasó caminando pausadamente con su ramo de flores sin
mirar a los soldados, parecía ignorarlos
como si no existieran. Siguió caminando hasta perderse en la lúgubre noche.
Los militares quedaron
estupefactos. Sus cabellos se erizaron, un escalofrío recorría sus organismos.
Por sus narices comenzó a chorrear sangre, como de incontenibles arroyos. Starky también se vio afectado por
la extraña hemorragia. No pudo con el hombre de traje negro.
—¡Es una estrategia de
los terrucos! —dijo furioso, poniéndose tapones de papel suave en las
fosas nasales.
—No, mi Teniente, ha
sido el propio Diablo.
—No seas sonso
Capulina, esas tonteras no existen. El nido de los terrucos es Monteverde. Ahí
viven las sabandijas, yo soy comando y nada me asusta.
Starky, después del
extraño suceso, seleccionó a treinta
soldados para realizar un operativo antisubversivo. En la madrugada los
soldados cargaron sus equipos de combate. Salieron de San Salvador por el
camino del sur.
Al rayar el alba,
Starky agrupó a los soldados.
—No quiero
supervivientes en Monteverde, disparen a todo lo que se mueva, enfríen a todos,
nadie debe escapar, no quiero testigos ni uno solo, todos deben morir, balas
tenemos de sobra, quiero sangre, mucha sangre. Ustedes ya saben. ¿Entendido?
—¡Entendido, mi
Teniente!
Cumpliendo las
instrucciones los soldados se ubicaron estratégicamente. Por varios flancos comenzaron a penetrar a Monteverde. Sigilosos buscaban con la
mirada cuerpos que se movieran para abatirlos conforme las órdenes del oficial.
Cuando avanzaban los
primeros metros en el
territorio de Monteverde, sintieron unos extraños cosquilleos. Raros gusanos del
porte de un dedo trepaban por sus piernas. Se sacudieron, no prestaron
atención, siguieron penetrando. Los gusanos empezaron a morderles y
arrancarles la piel. Gritaron de dolor. De pronto se levantaron oleadas de
gusanos y en contados minutos acabaron con los primeros soldados que iban en la
línea de avanzada.
El propio Starky sufrió
las mordeduras. Su borceguí fue despedazado por los gusanos. De nada sirvieron los
tiros que hizo con su pistola al suelo tratando de acabar con las alimañas. Por
el contrario, con el estruendo de los
disparos se levantaron más gusanos, desde lejos venían como gigantescas olas
del mar.
Los borceguíes de
varios soldados fueron despedazados. Los gusanos les desprendían la piel,
algunos soldados fueron desagarrados hasta los huesos. Las alimañas eran
carnívoras.
Desesperados dispararon
a la alfombra movediza, pero nada hacía retroceder a los gusanos. Lanzaron
sobre ellas granadas de guerra, dispararon morteros.
—¡Retirada, carajo!
—exclamó Starky.
Abandonando los pesados
equipos de combate, los soldados despavoridos escaparon de Monteverde. Hubo
varias bajas y heridos. Starky no salía de su asombro por la respuesta de los
gusanos que los repelieron fácilmente, venciendo a su tropa.
—Estos estúpidos
terrucos, han desarrollado la guerra biológica, estoy seguro que los asesoran
los talibanes, pero volveré por la revancha, así fuera lo último que tenga que
hacer en la vida.