sábado, 2 de agosto de 2014

Te esperaré en el cielo



Novela de Fidel Mendoza Paredes
(Fragmentos)


XIV

Las mujeres de Monteverde no se reponían emocionalmente de la desgracia que había ocurrido a sus rebaños. En la memoria social se configuraban toda clase de imaginaciones, lo sucedido sería un anticipo de lo que vendría más adelante. Quizá el anuncio de un despellejamiento masivo a mujeres y niños, que habían osado desafiar a los kharisiris.
Los niños que tenían a su cargo el pastoreo de las ovejas, se encontraban desocupados, no tenían nada que pastear. Del despellejamiento no se había salvado ni una oveja.
Los niños en grupos vagaban por Monteverde, cazando libélulas, mariposas y otros insectos. Algunos niños, para demostrar su valentía, desprendían las alas de las libélulas,  las masticaban y tragaban. Valentía que se iba contagiando a los demás niños.
Otros niños llegaron a superar la audacia de tragar insectos, buscaban reptiles.  Un grupo de ellos llegó a capturar varias lagartijas  a las que procedieron a despellejarlas igual que a las ovejas. En seguida, se las tragaban masticando los cuerpos sanguinolentos de las lagartijas.  Se los tragaban sin ningún estupor. Los pellejos de atrevidos colores de los reptiles,  se los ponían en la frente, para aterrorizar  a los más pequeños haciendo grotescas muecas, sobre todo para causar espanto en las niñas.
A las madres de los niños, como a otras mujeres, no les llamó la atención que sus hijos se ocuparan en menesteres tan descomunales. Sólo los niños lactantes permanecían con sus madres. Los niños estaban abandonados a su suerte muy a pesar de los acuerdos para cuidarlos, por estar más expuestos a ser víctimas fáciles de los kharisiris.
Los niños entraban a las casas cuando tenían hambre, buscaban algo de comer. Comían papas crudas y otros tubérculos que las familias separaron para la época del sembrío. Algunas casas estaban abandonadas, permanecían con las puertas abiertas,  sus habitantes  habían huido con destinos desconocidos. Las mujeres prefirieron agruparse en viviendas elegidas por ellas mismas, con el acuerdo de protegerse mutuamente de las siniestras acciones de los kharisiris.
Los niños trataban de evitar a las mujeres. Ellas les hablaban de los terroríficos monstruos a quienes llamaban kharisiris, que se dedicaban a extraer sebos de los niños, porque sus grasas eran apreciadas y costaban más que la grasa de los adultos. Algunos niños no dejaban de llorar ante tamaña información de ser los preferidos de los diabólicos extirpadores de sebo.
Los niños, en otros tiempos, fueron testigos de envalentonadas proclamas de sus padres, que solían gritar a pulmón lleno en sus atroces borracheras: "Somos hombres bien machos”, sus madres trataban de calmarlos. Ahora que los adultos del sexo masculino se marcharon sin decir adiós, la historia  era a la inversa. Sus madres exclamaban diciendo:  "Los hombres maricas se fueron sin calzones”.  "Kharisiris malditos, morirán si entran de nuevo a Monteverde”. Vociferaban toda clase de peroratas calibradas y sazonadas con el aguardiente que bebían.
La desesperación se apoderó después del espeluznante despellejamiento  de las ovejas. Algunas mujeres que lideraban se tornaron devotas de Baco. Consumían licor más que sus maridos, cuando éstos vivían en Monteverde. A excepción de Inés, quien tuvo que mantenerse incólume frente a las tentaciones, siempre conservando el estatus que tenía sobre las demás mujeres.
Inés trató de poner orden en las mujeres. Decidió reunirlas convocando a todas.
—¿Qué es lo que está pasando? yo no entiendo, parece que ustedes empiezan a orinarse de miedo igual que los hombres. Ellos se fueron  de puro maricas de Monteverde,  algunos eran parte  de los kharisiris. A partir de ahora queda terminantemente prohibido tomar alcohol en Monteverde, las mujeres que lo hagan serán baldeadas con agua fría.  Si siguen tomando alcohol,  se les cortará  el cabello, bajándoseles con una tijera las trenzas. Si aún persisten se les expulsará al igual que a los hombres.
Ninguna mujer increpó, a excepción de la vieja Fortunata.
—Tú y las otras mujeres son todavía guaguas, no saben nada de la vida. ¿Cómo podemos calmar a nuestros corazones?  Son caballos que corren y quieren saltar de nuestros pechos. Las viejas ya no tenemos remedio, tenemos que dar agua a nuestros animales, sino nos morimos.
—A ustedes se les puede entender, pero no hagan tomar a las más jóvenes, ellas tienen que cumplir sus deberes.
 —Inés, yo te apoyo —habló Eulalia, con los mechones fuera de sus trenzas.
Todas asintieron con la cabeza en señal de aceptación.
—Gracias, ahora que se viene la fiesta, la calma tiene que volver a Monteverde. Iremos en grupos a rezar y entregar ofrendas al milagroso Niño San Salvador. Cada una de nosotras pedirá al Niñito, para que se vayan los kharisiris y dejen de asediarnos. Nadie va a hablar con desconocidos, menos vamos a entrar a la casa de los alferados, ahí pueden estar los kharisiris. ¡Ah!, me olvidaba, los niños que están caminando, llorando igual que fantasmas, tienen madres, y ustedes son las que los han parido, tienen que cuidarlos.
Inés fue enfática. Hizo prevalecer su estatus de lideresa. Fue necesaria la crudeza de sus palabras para poner orden en la comunidad, a su vez fortaleció la debilitada moral de las mujeres. Las rondas volvieron a patrullar. Las mujeres jóvenes dejaron de beber.
Sin embargo, a la vez que volvía la disciplina, el hambre crecía.
Las provisiones de alimentos empezaban a escasear en Monteverde. Sus habitantes de sexo femenino, en vez de comprar víveres para la alimentación,  preferían adquirir ajos, ají y sal; tríada de elementos para avivar las fogatas que se encendían las veinticuatro  horas, ellas creían estar amenazadas incluso a plena luz del día. Los dientes de ajos eran destinados para reemplazar los collares, que empezaban a caerse por lo resecos que colgaban del cuello de las mujeres.
Las ollas comunes que preparaban, empezaban a hervir pobremente con sal y pocas papas que flotaban en medio del vapor. El desayuno había desaparecido, corriendo la misma suerte la cena, sólo al mediodía los platos eran llenados con un cucharón de sopa escasa en sustancias.
Los niños fueron los que más padecieron el hambre. Desde el amanecer,  los niños perseguían insectos y lagartijas  para devorárselos. Hubo riñas en que se disputaban el privilegio de haberlos visto primero, reclamaban el derecho que les correspondía. Resolvían las disputas primero a puños, posteriormente se repartían en porciones iguales el improvisado "manjar” que en algo mitigaba el hambre.
Sólo una densa humareda se levantaba las veinticuatro horas sobre Monteverde. Los vecinos de otros poblados curiosos observaban por las mañanas y tardes.  Muchos creyeron que los habitantes  de Monteverde se habían convertido  en cazadores de sapos y lagartos. Decían que todos los días se dedicaban a asar reptiles,  no sabían con qué fin.  Otros especulaban que se estaban comunicando a través del humo, con otros planetas para salvarse del Juicio Final. También hubieron quienes decían: "los  monteverdinos están adelantando la fiesta del Niño San Salvador.
No faltaron los que exageraron diciendo que los monteverdinos habían hecho un pacto con el Diablo para que les dé mucha plata. Los más impúdicos decían que: "Las mujeres de Monteverde, vuelan desnudas por las noches, montadas en escobas. Para volar toman sangre de sapo mezclado con alcohol,  se meten una vela encendida en el trasero, en seguida se van volando donde el diablo y se regalan. En recompensa de las relaciones sexuales, el diablo les da oro. Se regresan en la madrugada con muchos sacos de carbón ligados con sogas al lomo de varias alpacas, que a la llegada del sol se convierten el carbón en oro, las sogas en culebras y las alpacas en lagartos”.
El humo cubría por todas partes. Se hacía difícil  respirar el aire espeso en Monteverde; sin embargo, para los pulmones de sus habitantes parecían esenciales. El denso humo llegaba a varios kilómetros de Monteverde. Una epidemia de estornudos recorría otros poblados vecinos.
Las mujeres y niños de Monteverde no sentían ningún malestar. Parecían inmunizados contra el humo. A más humareda creían estar más protegidos de las amenazas de los kharisiris. Un hollín negro se formaba alrededor de sus fosas nasales, este hecho significaba buen presagio para estar a salvo de los carniceros humanos, que estaban tras sus costosas grasas corporales.
El humo se mezclaba en el cielo con las nubes, formando una gruesa capa gaseosa que no dejaba pasar los rayos solares. Se observaban monstruosas figuras en los nubarrones, parecían estar engulléndose entre ellos, este panorama adquiría características espantosas. Esperaron la lluvia, ni una gota de agua se desprendía de las nubes.
Monteverde se fue oscureciendo a partir  del mediodía, mostrando un paisaje tenebroso. Sobre el cielo de los poblados vecinos no existían las mismas nubes aterradoras. Las nubes mostraban extrañas anatomías de animales espectrales.
Un trueno anunció el inicio de la tormenta. Era una extraña tormenta. Unas cosas verdes se desprendieron de las nubes, caían como copos de nieve, con la diferencia que tenían coloración verdusca.
Caían suavemente uno tras otro. Se movían en el suelo igual que culebras. No eran culebras. Eran gusanos del porte del dedo índice. Una de las mujeres cogió a uno de los bichos para examinarlo con los ojos, la alimaña era agresiva, le mordió tan fuerte  en la palma de la mano que le arrancó un pedazo de piel.
 Los primeros gusanos se tostaron en brasas candentes de las fogatas. Caían con más intensidad,  emitían en su caída un chirrido  que hacía vibrar los tímpanos. Seguían cayendo abundantemente. Los gusanos apagaron todas las fogatas, cubriendo después todo el suelo.
Sonaron las caracolas. Mujeres y niños corrieron para reunirse.
—¡Los kharisiris están haciendo llover gusanos! —gritaban.
—¡Ya  no son suficientes  nuestros collares,  ahora coman ajo!
—ordenó Inés.
Manojos de ajo fueron masticados, cumpliendo la orden.
La vieja Fortunata avivó brasas en un incensario, como las veces que hacía para implorar el cese de las tormentas. Salió al medio del patio, arrodillándose pidió clemencia al cielo. Los gusanos cubrieron su cuerpo, soltó el incensario y los voraces bichos le despellejaron en contados segundos. Murió ante la estupefacta mirada de las mujeres.
Siguió lloviendo copiosamente. Los patios de las viviendas y toda la campiña fueron cubriéndose de alfombras movedizas.
—¡Sálvese el que pueda, corran, cúbranse con lo que sea, salgan fuera de Monteverde, nuestra tierra  está maldita,  los kharisiris  nos harán chupar la sangre con sus gusanos. ¡Dios nos reunirá en el cielo, allí nos encontraremos!, fueron las últimas palabras de Inés.
Mujeres y niños corrieron despavoridos por todas partes. No cesaba la lluvia de gusanos. Las alimañas perseguían en oleadas a los pobladores.
Voraces devoraban los pastizales, también  se devoraban entre ellos mismos. No existía un centímetro de tierra que no esté cubierto de gusanos.
Las alimañas ocuparon Monteverde. Se metieron a las viviendas, cubrieron todos los rincones. Hambrientos desasieron centímetro  a centímetro la piel de mujeres y niños. Ahogaron sus gritos y lamentos.
Los gusanos borraron del mapa a Monteverde.

(...)

Los cruentos sucesos de San Salvador  se propalaron con la velocidad del rayo. Los noticieros de la prensa nacional informaron sobre la incursión de los subversivos y el ajusticiamiento de las autoridades.
San Salvador  estaba casi vacío. Los vecinos emprendieron un éxodo masivo con rumbos desconocidos, muchos de ellos habían desempeñado la función pública,  en todos los cargos para representar  al Estado. Creyeron ser las próximas víctimas.
San Salvador, en el imaginario de la novela
El comandante Vinatea, ordenó a través de un radiograma al teniente Starky, instalar la base militar en San Salvador, en respuesta a la feroz incursión de los subversivos. La orden comprendía hacer rastrillajes  casa por casa en el pueblo.
Starky movilizó rápidamente su tropa por tierra. Cuando llegó al pueblo, ya estaba informado de todo lo sucedido. Tenía los nombres de los jóvenes que fueron obligados a pintar  lemas reivindicando la ocupación subversiva.
Apresuradamente se dirigió al templo para tomar decisiones. No se inmutó con los cadáveres tendidos sobre la fría loza. Parecía estar familiarizado  con la muerte.
Subió a un púlpito  de la época colonial,  que estaba por desplomarse. Desde allí conminó a los pocos vecinos que se encontraban en el velorio.
 —Soy el teniente  Starky, estoy vacunado contra todo, el que no quiera colaborar con el ejército es un terruco y puede ir escribiendo su testamento para irse a la  tumba, porque yo lo voy a enfriar  al toque. Yo sé todo, sé todas sus bribonadas. Sé las barrabasadas del canalla sanitario que cura y regala medicinas a los terrucos, no crean que soy un mentecato.
Starky, después de su breve discurso conminatorio,  ordenó el inmediato traslado de los cadáveres a la Ciudad de las Nieves. Fueron los soldados quienes pusieron en marcha el camión del municipio, llevando los cuerpos de las víctimas.
El sanitario Salinas y la enfermera,  alertados por un niño de las amenazas del militar, huyeron desesperadamente hacia los inmensos pajonales y accidentados cerros. Starky instaló la base militar en los ambientes de la posta de salud.
Al mediodía movilizó sus soldados por todo el pueblo, los facultó por grupos para el rastrillaje. Registró casa por casa, todo libro  fue considerado subversivo, decomisaron incluso textos escolares y bíblicos. Rebuscaron de canto a canto las viviendas, removieron con palas y picos los pisos, sospechando que había pertrechos militares enterrados.
Starky, al llegar la noche, animado por el licor, decidió quedarse junto  a un grupo de soldados en la plaza de San Salvador. Starky a grandes sorbos tragaba el licor por el pico de una botella.  No decía "salud”  a nadie. Él libaba solo, así era su costumbre. Los tragos de su gusto no eran buenos licores, sino los más baratos: un "Salta pa’ atrás”, "Jarabe del Diablo” o algo así. El licor lo hacía embriagar rápidamente. Sus camaradas de armas solían decirle: "Económico”, incluso "Cabeza de gallina”, porque no necesitaba mucho licor para embriagarse y los tragos hacían estragos en él en contados minutos.
—Estos tragos son sólo para machos  —se ufanaba Starky.
En la penumbra de la medianoche, una sombra ingresó a la plaza de San Salvador.
—¡Alto ahí, no se mueva! —dijo un soldado.
La sombra siguió avanzando sin obedecer la orden.
—¡Alto, si no abriré fuego!
Starky, alarmado por los gritos del soldado, desenfundando su pistola corrió apresuradamente hacia la sombra.
—¡Fuego, todos a él! —disparó varios tiros hacia la sombra.
Los soldados también dispararon vaciando las cacerinas de sus fusiles. Las balas estruendosamente rompieron el silencio de la noche.
La sombra seguía acercándose cada vez más. Los soldados alumbraron con potentes linternas hacia la silueta. Con la luz de las linternas se hizo ver un hombre luciendo impecablemente un terno negro, todo su traje  era oscuro. Llevaba en las manos un ramo de flores. Caminaba erguido. Fue posible ver que sangraba por los poros de su rostro.
Las balas no pudieron abatir al extraño ser. Pasó caminando pausadamente con su ramo de flores sin mirar  a los soldados, parecía ignorarlos como si no existieran. Siguió caminando hasta perderse en la lúgubre noche.
Los militares quedaron estupefactos. Sus cabellos se erizaron, un escalofrío recorría sus organismos. Por sus narices comenzó a chorrear sangre, como de incontenibles  arroyos. Starky también se vio afectado por la extraña hemorragia. No pudo con el hombre de traje negro.
—¡Es una estrategia de los terrucos!  —dijo furioso,  poniéndose tapones de papel suave en las fosas nasales.
—No, mi Teniente, ha sido el propio Diablo.
—No seas sonso Capulina, esas tonteras no existen. El nido de los terrucos es Monteverde. Ahí viven las sabandijas, yo soy comando y nada me asusta.
Starky, después del extraño suceso, seleccionó a treinta  soldados para realizar un operativo antisubversivo. En la madrugada los soldados cargaron sus equipos de combate. Salieron de San Salvador por el camino del sur.
Al rayar el alba, Starky agrupó a los soldados.
—No quiero supervivientes en Monteverde, disparen a todo lo que se mueva, enfríen a todos, nadie debe escapar, no quiero testigos ni uno solo, todos deben morir, balas tenemos de sobra, quiero sangre, mucha sangre. Ustedes ya saben. ¿Entendido?
—¡Entendido, mi Teniente!
Cumpliendo las instrucciones los soldados se ubicaron estratégicamente.  Por varios flancos comenzaron a penetrar  a Monteverde. Sigilosos buscaban con la mirada cuerpos que se movieran para abatirlos conforme las órdenes del oficial.
Cuando avanzaban los primeros  metros  en el  territorio de Monteverde, sintieron  unos extraños cosquilleos. Raros gusanos del porte de un dedo trepaban por sus piernas. Se sacudieron, no prestaron atención,  siguieron penetrando.  Los gusanos empezaron a morderles y arrancarles la piel. Gritaron de dolor. De pronto se levantaron oleadas de gusanos y en contados minutos acabaron con los primeros soldados que iban en la línea de avanzada.
El propio Starky sufrió las mordeduras. Su borceguí fue despedazado por los gusanos. De nada sirvieron los tiros que hizo con su pistola al suelo tratando de acabar con las alimañas. Por el contrario,  con el estruendo de los disparos se levantaron más gusanos, desde lejos venían como gigantescas olas del mar.
Los borceguíes de varios soldados fueron despedazados. Los gusanos les desprendían la piel, algunos soldados fueron desagarrados hasta los huesos. Las alimañas eran carnívoras.
Desesperados dispararon a la alfombra movediza, pero nada hacía retroceder a los gusanos. Lanzaron sobre ellas granadas de guerra, dispararon morteros.
—¡Retirada, carajo! —exclamó Starky.
Abandonando los pesados equipos de combate, los soldados despavoridos escaparon de Monteverde. Hubo varias bajas y heridos. Starky no salía de su asombro por la respuesta de los gusanos que los repelieron fácilmente, venciendo a su tropa.
—Estos estúpidos terrucos, han desarrollado la guerra biológica, estoy seguro que los asesoran los talibanes, pero volveré por la revancha, así fuera lo último que tenga que hacer en la vida.